Refresco la pantalla de mi smartphone. El algoritmo global me anuncia en titulares de diversos tamaños, con letras de estilos impactantes y en infinidad de portadas de sitios web, que Rusia ha desatado la #Guerra. Que el antiguo país de los zares abre una nueva era de desastre para la humanidad.
Una #guerra salvaje, cruel. La #Rusia de #Lenin y de #Stalin. Perpetró en la madrugada de éste jueves la invasión de #Ucrania, un país europeo, libre e independiente,desafiando abiertamente a la OTAN.
El gran Oso ha despertado del letargo. Y nostálgico de su pasado invadió un país indefenso, atacando por tierra, mar y aire. La violación de las fronteras de la civilización se extendió rápidamente por el centro y el este de @Ucrania.
Hoy se reportaron explosiones en #Kiev, y un funcionario ucraniano dijo que la capital fue alcanzada por #misiles. Al promediar la mañana se registraron disparos y explosiones en distintos barrios de la ciudad, mientras tropas ucranianas se enfrentaban con blindados rusos en las localidades de Dymer e Ivanik.
Cliqueo sobre mi ordenador y todos los buscadores redirigen a Rusia, a la guerra a la que nos empuja, a Ucrania avasallada, a los bombardeos de edificios y a las imágenes de @tanques de guerra avanzando por las calles de Kyev. A la población civil refugiada en los túneles de los subterráneos.
Vuelvo a mi vida. #Argentina, tan lejos de la violencia y de la guerra. Tengo que seguir mi día. Acá el sistema funciona, me digo a mi mismo, las oportunidades, el consumo, la felicidad.
Envío algunos mensajes de audio a mis contactos de watsapp, agendo nuevos teléfonos de compañeros de trabajo y doy unos últimos ajustes al blog en que estoy trabajando.
El visor de la pantalla marca las 13.30hs. Me propongo dejar un momento la oficina. Salir cinco minutos, respirar el aire de la ciudad. Ese aire contaminado por el hedor de los desechos cloacales volcados al Río, enrarecido por la combustión de los motores, por los desperdicios que expelen las plantas procesadoras de petróleo, por la lluvia de polvo de coque que llega desde Ensenada. Ese aire que suele picar en el paladar cuando uno bosteza por las mañanas, y proviene de la basura que se acumula a cielo abierto en el depósito del CEAMSE
Entonces vuelvo. Estoy en #LaPlata, Argentina. Lejos de Rusia, de los salvajes, de la guerra. Me encamino por la avenida siete, cruzo la plaza Dardo Rocha y sus veredas arboladas de tilos, hasta llegar a un local de comida.
Formo la fila en la vereda, hay otros clientes aguardando. Todos vamos ataviados con barbijo. Mientras aguardan el turno algunos se entretienen con su ipod o con su reloj inteligente. Otros cargan con su maleta o su ordenador portátil. El local es reducido y el cartel en la puerta establece la permanencia de tres clientes al mismo tiempo.
La concurrencia de la casa de comidas está conformada principalmente por vecinos del centro platense, gente mayor, señoras de tapado, calvos propietarios de departamentos que cotizan en miles de dólares. Pero hay otros ciudadanos que frecuentan el local; son los nuevos empleados de los Ministerios, funcionarios de rangos medios, oficinistas acomodados, bien vestidos y almidonados. Por último, en determinados horarios, uno puede hallar allí a esforzados estudiantes universitarios, hijos de la clase media, o de familias trabajadoras, que apuestan todo al sueño del ascenso social.
Por fin llega mi turno. Ingreso al local, delante de mí una señora y un oficinista aguardan sus viandas. Frente al mostrador pido a la empleada mi tarta y ella la mete al microondas.
En ese instante ingresa una niña por la puerta, no tendrá más de seis o siete años. Lleva el cabello revuelto y ropa usada. La señora y el muchacho recogen sus viandas, mientras la pequeña espera, como escondida, ante la vista de todos. No habla, no pide nada.
Es evidente que está desorientada, y aunque vive en las calles de la ciudad, no tiene nada en el centro. Necesita comer, respirar un poco, amanecer otro día .
Me acerco y le pregunto, querés algo. Una voz casi inaudible dice “un jugo”, entonces le sugiero «un sándwich». Ella solo asiente con su carita percudida.
El tiempo transcurre. Desde la cocina se oye como preparan mi pedido, al que ahora se agregó el sándwich.
Un rato más. Por la puerta ingresa otro niño. Se parece a mi amiga. Con apenas cinco años a cuestas. Menudo, cabello pegado, ropa raída, se para en el centro del local. Es tu hermano?, pregunto. Ella asiente. La cocinera trae la milanesa con su pan y lo pone al mostrador.
Puedo pedirte un favor, le digo, me cortas el sándwich en dos. Se queja un poco la empleada pero va hasta el fondo y vuelve con la vianda dividida.
Vuelvo a mirar. Ahora son tres los niños esperando detrás mío. El último ha llegado sin que lo note. Tendrán que dividirlo en tres partes, pienso. Salgo
A mi lado salen los purretes. Se dirigen a la esquina, donde los esperan un padre, una madre y un bebe de brazos. Al igual que mis amigos, el resto de la familia luce desarraigada.
La madre sonríe mirando al vacío y atesora entre sus manos huesudas el regalo que hoy se les ha presentado para el almuerzo.
Lentamente el clan arrastra petates y sombras calle abajo. Escapan, huyen de las miradas de los transeúntes del centro. Buscan apaciguar el dolor de las esquirlas cotidianas. Se encaminan hacia de algún edificio en ruinas, dónde acurrucar sus miedos cuando la noche estalle y no haya un algoritmo para nombrarlos.
En cuantas porciones habrán dividido la vianda, pienso. Quien comenzó está #guerra. Cuando
Desde la Comisión Patrimonio de la Biblioteca Popular Mariano Moreno, del barrio de Tolosa, en La Plata, me informan que un texto mio ha sido seleccionado para formar parte del libro «Tolosa contada por su gente», que se editará en el marco del 150º aniversario del barrio.
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